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Una proyección angosta y larguísima de mí dibujaba el sol del atardecer sobre la playa de cemento.
Allí iba yo, remontado en
mis pensamientos como un globo que se escapa de la mano de un niño.
Subí.
Las personas, las casas,
los árboles, se perdían cada vez mas pequeños en los costados de mis ojos.
Una nube gris y blanca
atravesé y una rosa roja alojó una espina de su tallo en mi pulgar izquierdo.
Sangré.
Sangre luminosa, casi
etérea. Su brillo me encegueció por un instante.
Unas gotas celestes y frías
bañaron mi cara hasta que millones que fueron llegando tras las primeras
empaparon totalmente mi ropa.
Me sentí pesado; me quité
los zapatos y los arrojé de uno a la vez.
El primero cayó sobre el
campo. Un hongo gigantesco se elevó de la tierra y una oleada de calor subió
hasta mis pies descalzos.
Mi ropa no solo se secó,
sino que rápidamente se convirtió en cenizas.
El segundo zapato cayó en
el patio de un colegio y transformado en gato, fue perseguido por un centenar
de chicos con rifles de plástico.
Entonces ví mi piel. El
reloj de mi muñeca todavía funcionaba. Rápidamente retrocedía desde las doce y
quince hacia el mediodía.
Ya no pude ver mas hacia
abajo.
Cuerpos azules cruzaban el
espacio como gigantes pelotas de ping-pong, rebotaban sobre el fondo del cielo
y salían disparadas en todas direcciones.
Ahora la música comenzó a
ocupar el lugar del silencio.
Las mujeres cantaban
siguiendo el ritmo que el maestro marcaba con un pié.
Entonces llegaron los gnomos
y desfilaron haciendo cabriolas de dos en dos, de uno en cuatro y de cinco en
tres.
Bebí una bebida helada que
el ángel me ofreció, y empecé a dar vueltas alrededor de la parte de adentro de
mi cerebro, hasta que pude salir por uno de mis oídos.
Los niños me despidieron
riendo y agitando sus manos.
Sentí como un enorme
agujero negro me atraía hacia su centro, y naturalmente, no me resistí.
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