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El Día había llegado.
Los Sacerdotes entraron en su cuarto cubiertos por sus túnicas color
purpura. Lo vistieron con un manto blanco, y formando un círculo a su alrededor
lo condujeron hasta el pie del altar mayor.
Le quitaron el manto y lo acostaron de cara al cielo sobre la gran placa de
mármol del altar.
Tenía solo 14 años.
Todos los integrantes de la comunidad estaban presentes colmando la gran
plaza.
Un silencio profundo se adueñó de todas las gargantas. El gran sacerdote se
adelantó, alzó sus brazos y dijo con voz firme y clara: “Oh, dioses eternos y
omnipotentes, te ofrecemos humildemente el sacrificio de este gran hermano,
puro de cuerpo y alma, para limpiar las ofensas que hemos cometido contra
vosotros”. Un “Asi sea” fue coreado por
todos.
La tensión llego entonces a su punto mayor Los Sacerdotes se acercaron para
vendarle los ojos. Su última mirada dejó grabada en sus retinas la imagen de un sol radiante en un cielo
intensamente azul.
El Gran sacerdote tomó en sus manos el puñal sagrado con hoja de plata de doble filo y aguda punta
que se hallaba a un costado de la mesa de piedra y con decisión lo clavó en el
corazón del joven hasta su empuñadura.
El sacerdote exclamó “ Nuestro fiel
hermano ya goza de la presencia de nuestros amados dioses”. “Aleluya!” exclamó la multitud.
En tanto, la sangre comenzó a fluir del cuerpo inerte, corriendo sobre el
mármol y descendiendo por un lateral del altar hasta llegar al suelo. Allí,
formando un minúsculo rio rojizo, se desplazó sobre la tierra, hasta llegar a
las raíces de una pequeña planta de flores silvestres blancas y amarillas.
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